**Epílogo**
Imagínate un rincón perdido de los Alpes suizos, mucho antes de que Heidi naciera. Por ahí andaba un hombre, Tobías, vagando por las montañas sin rumbo fijo, buscando algo que nunca llegó a encontrar. La gente de los pueblos lo conocía como “el hombre de las montañas” o “el errante”, porque nunca paraba en un mismo sitio.
Tobías tuvo una madre que lo quiso muchísimo, pero un padre que nunca estuvo. Cuando era solo un niño, su papá simplemente desapareció. Unos decían que la nieve se lo tragó, otros que se lo llevó el viento, pero la verdad es que nadie supo nunca. Así que Tobías creció solo, con las montañas y los arroyos como únicos amigos, siempre con la sombra de un padre al que nunca conoció. Eso sí, el chico se volvió un experto escalando esas laderas tan empinadas.
Pero su vida fue una huida constante. Los paisajes cambiaban, las estaciones pasaban, pero él seguía igual, siempre moviéndose, como si persiguiera algo que ni él mismo entendía. ¿La libertad? ¿Un propósito? Quién sabe.
**Capítulo I: El desarraigado**
Tobías tendría unos diecinueve años cuando se lanzó a una aventura que le marcaría para siempre. Era un invierno recién empezado, y la nieve ya cubría los Alpes. Los pastores contaban historias de un paso terrible, el “Desfiladero del Dragón de Hielo”, un sitio por el que nadie se atrevía a pasar. Decían que el viento sonaba como el rugido de una bestia y que los que lo intentaban, no volvían.
Tobías, terco como él solo y con ganas de demostrarse que podía con todo, decidió que ese sería su camino.
Salió al amanecer, con una mochila de cuero, una cuerda, un hacha y una manta que no servía de mucho contra ese frío. Al principio todo fue fácil, pero el camino se fue haciendo más estrecho y el aire, más difícil de respirar. La niebla no te dejaba ver nada.
Fue entonces cuando lo oyó: un rugido raro, profundo, que resonaba entre los acantilados. Cualquiera habría jurado que era el dragón de la leyenda, pero Tobías sabía que era el viento, colándose entre el hielo. Aún así, no podía quitarse la sensación de estar metiéndose en la boca de un monstruo.
Por la tarde, se le vino la tormenta encima. El cielo se puso negro y la nieve caía con una furia terrible. No le quedó más remedio que refugiarse en una cueva. Allí, con la luz tembleque de una antorcha, se encontró con algo que le heló la sangre: huesos en el suelo, restos de otros que lo habían intentado antes. Entre ellos, había un amuleto de bronce con unos símbolos raros grabados. Lo cogió, convencido de que era una advertencia… o el último mensaje de los que habían caído.
A la mañana siguiente, con la tormenta aún rugiendo, siguió subiendo. El paso era tan estrecho que apenas cabía un pie. A un lado, el abismo; al otro, una pared de hielo resbaladiza.
Y justo ahí, vino lo peor. Empezó una avalancha, un estruendo que hacía temblar la montaña entera. Tobías clavó la cuerda en una roca y se agarró con todas sus fuerzas mientras la nieve caía a su alrededor. Casi lo arrastra, pero en un último esfuerzo, logra clavarle el hacha al hielo y aguantar.
Durante unos minutos que se hicieron eternos, la montaña quiso acabar con él. Cuando por fin pasó todo, solo se oía su jadeo. Exhausto pero victorioso, llegó a la cima. El cielo se despejó y vio un mar de nubes bajo sus pies. El sol teñía las cumbres de rojo y, por un momento, Tobías sintió que había vencido al mismísimo Dragón de Hielo. No ganó riquezas ni gloria, pero desde ese día siempre llevó consigo el amuleto. Para él era un recordatorio: la montaña es traicionera, y cada paso que das en ella es un desafío.
**Capítulo II: La chica de los ojos verdes**
Tobías dejó atrás las montañas suizas con el corazón dividido entre la nostalgia y las ganas de ver mundo. En uno de esos viajes, conoció a Mirabelle, una chica nómada como él, con unos ojos verdes como los prados en primavera, pero que escondían tormentas y risas a la vez.
Viajaron juntos durante semanas. Dormían a la intemperie, bajo un cielo infinito. Llegaron a un mercado en el desierto donde la gente pagaba con canciones. Mirabelle se subió a un barril, cantó una canción sobre un zorro que quería ser marinero, y así consiguieron un montón de dátiles. Tobías nunca se había sentido tan avergonzado… ni se había divertido tanto.
Sin querer admitirlo, Tobías sentía que sus pasos ya no eran solo suyos, sino que se enredaban con los de ella. Junto al fuego, se hicieron promesas: “Algún día encontraremos un lago escondido y haremos nuestra propia barca”.
Pero una mañana, Tobías se despertó y Mirabelle había desaparecido. Solo quedó un pañuelo bordado con florecitas. Ni una palabra, ni una explicación. Solo el vacío y ese recuerdo entre sus manos.
Tobías la buscó durante días, pero fue inútil. Mirabelle se había vuelto humo, viento, misterio. Aquella herida en su corazón se le quedó para siempre. Entendió que las personas, por mucho que las quieras, a veces se esfuman como si nada. Y con esa idea, reforzó su creencia de que su destino era caminar solo, con el eco de la risa de Mirabelle siempre en su memoria.
**Capítulo III: El regreso a los Alpes**
Los años pasaron y las aventuras se volvieron más raras. En uno de sus viajes de vuelta a Suiza, pasó por una aldea cerca de las montañas donde, sin que él lo supiera, pronto nacería su hija, Heidi.
Allí conoció a Adela, una campesina que vivía con su madre en una casita humilde pero llena de calor, rodeada de flores y árboles frutales. Adela era dulce y tenía un corazón enorme. Por primera vez, Tobías sintió ganas de dejar de vagar y quedarse en un sitio. Por un momento, pensó que quizás allí podría encontrar la paz que siempre había buscado.
Pero, como siempre, el miedo a echar raíces pudo más. Se fue de la aldea sin despedirse, sin una promesa clara. Meses después, cruzaba los Alpes otra vez, solo como siempre. Pero algo en su interior había cambiado sin que se diera cuenta. La semilla de un hogar, de una vida tranquila, ya estaba plantada en su corazón, aunque aún no supiera lo que significaba.
**Capítulo IV: El guardián secreto**
Tobías siguió con su vida nómada, sin saber que había dejado atrás un futuro que lo cambiaría todo. Años después, cuando volvió, consumido por la culpa, una noticia le destrozó el alma: Adela había muerto al dar a luz, y la niña, su niña, estaba al cuidado de su tía Dete.
El dolor fue tan grande que marcó su destino para siempre. Tobías nunca se presentó como su padre. La culpa, la vergüenza por su vida errante y el miedo a estropear la pureza de esa familia lo hicieron alejarse.
Pero no se fue del todo. Tobías el Errante se convirtió en una sombra de los Alpes, un fantasma que se confundía con las rocas al atardecer. Se transformó en el guardián invisible de Heidi. Su vida encontró un nuevo propósito: protegerla desde lejos. Aprendió a moverse como un gamo, conocía cada sendero y cada cueva. Desde las alturas, veía crecer a la niña: un remolino rubio que corría tras las cabras, abrazaba a Pedro el pastor y le arrancaba sonrisas hasta al abuelo.
Su cuidado se notaba de formas misteriosas: en pleno invierno, aparecía leña cortada junto a la cabaña. Cuando un lobo merodeaba por la zona, apareció muerto de un disparo certero que nadie reclamó.
Una vez, Heidi se torció el tobillo esquiando y se quedó dormida llorando. Al despertar, estaba envuelta en una manta áspera que olía a pino y humo, con el pie vendado y un muñequito de madera toscamente tallado a su lado. Para Heidi, fue un regalo de los espíritus de la montaña. Para Tobías, fue el único abrazo que se atrevió a darle.
**Capítulo V: El último sacrificio**
Un día, corrió la voz en la aldea de que el abuelo de Heidi quería construir un puente para cruzar el desfiladero. No era un capricho, era una necesidad, porque el paso era muy peligroso.
Tobías, desde su escondite, lo supo al momento. Sintió que era su oportunidad para redimirse. No podía presentarse, pero sí podía ayudar. Todas las noches, cuando el abuelo y los demás se iban, Tobías bajaba y trabajaba a la luz de la luna. Reforzaba los cimientos, ajustaba las vigas… era su forma de pedir perdón en silencio, de construir el futuro que le había robado a su hija.
La mañana del accidente había una niebla espesa. El abuelo, con prisa por terminar, quiso colocar una viga muy pesada. Tobías, escondido entre los árboles, lo vio y contuvo la respiración. Sabía que era demasiado arriesgado. Sin pensarlo, salió de su escondite y corrió hacia la obra.
Pero el destino es caprichoso. Un grito de alerta hizo que el abuelo mirara hacia arriba. La viga, mal sujetada, se balanceaba y se venía abajo directa hacia él, que no la veía por la niebla.
No hubo tiempo para nada. Tobías se lanzó, empujando al abuelo con todas sus fuerzas. El viejo cayó aturdido contra unos sacos de arena. Se oyó un crujido horrible de madera que se rompía, y luego un golpe sordo. Cuando la niebla se disipó un poco, el abuelo se incorporó y vio la viga rota en el suelo. Y debajo, a un hombre. Su rostro, pálido y manchado de sangre, le resultó familiar al instante. Era Tobías. Su hijo.
Corrieron a levantar la viga, pero ya era tarde. El abuelo se arrodilló y tomó la cabeza de Tobías entre sus manos, que le temblaban. Por primera vez en años, sus ojos se llenaron de lágrimas.
“¿Por qué?” —logró decir con la voz quebrada.
Tobías abrió los ojos. El dolor era inmenso, pero en su mirada solo había paz, una paz que no había sentido en toda su vida.
“Por ella,” —susurró—. “Por Heidi. Cuídala… padre”.
Fue la única vez que la nombró. Y sus últimas palabras. Con un suspiro, la vida de Tobías, el hombre que nació siendo viento y que al final encontró su razón de ser en el amor por su hija, se apagó en los brazos del hombre del que siempre había huido.
**Capítulo Final: Su huella**
La muerte de Tobías conmocionó a todo el pueblo. Murió como un héroe, salvando al mismo hombre con el que había tenido tantas diferencias. El puente se terminó y lo llamaron “El Paso de Tobías”.
Para el abuelo, fue un golpe brutal que le reabrió todas sus viejas heridas. La culpa, la rabia y el dolor por perder a su hijo dos veces (primero en vida y ahora en muerte) lo sumieron en una pena enorme. Se encerró aún más en su cabaña, alejándose de todos. Solo permitía que una persona se le acercara: Heidi, la hija de Tobías, que tenía la sonrisa de Adela y el espíritu libre de su padre.
Heidi, demasiado pequeña para entenderlo todo, solo sabía que un hombre valiente había ayudado a su abuelo. A veces, cuando cruzaba el puente, sentía una presencia cálida, como si alguien la cuidara desde arriba. Y el viento, al pasar entre las vigas de madera, parecía susurrar una vieja canción de caminos y estrellas, la canción de un errante que, por fin, había encontrado su hogar.
Published: Aug 27, 2025
Latest Revision: Aug 27, 2025
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